Después de meditar mucho acerca del riesgo (que se define como la exposición a la posibilidad de grandes pérdidas); después de luchar con la idea de que el riesgo es malo y también con la idea de que el riesgo es bueno; después de enfrentar al riesgo con la incertidumbre sobre el futuro y hacerlos iguales y luego distinguir de vuelta ambas nociones exactamente en la frontera que pintan las medidas cuantitativas; después de arribar a las fuerzas de la naturaleza y el comportamiento humano como la fuente última del riesgo y luego resolver la incógnita a través de la tecnología, como atenuante por un lado y agravante del riesgo por otro; después de ver, de cara a la crisis actual y a la luz de crisis anteriores, que de poco vale administrar el riesgo, pero resolver gestionarlo de todas formas para no caer en un cinismo corporativo; después de añadir una y otra y luego otra medida más del riesgo –tanto las complementarias como las sustitutas- y luego forzar a que una sola lo represente todo de un plumazo; después de oír tantas veces a Bernstein hablar sobre la historia del riesgo y luego a Sharpe o Schwartz hablar de lo que el riesgo será en el futuro, me encontraba flotando en un éter de información, modelos y conclusiones sin pies ni cabeza, cuando de la nada, un buen día me dice un amigo que es muy espiritual: Tu lees sobre el riesgo no?, Si, si -le dije, -Porque? –Y el contesto: -Te has puesto a pensar que a Dios le gusta el riesgo?? y, sorprendido por lo simple de la idea y también por no haberlo pensado antes, me quedé escuchando maravillado sus argumentos, basados en historias, unas actuales y otras muy antiguas, tomadas de los libros escritos por hombres que vivieron el riesgo en la piel, hombres y mujeres que recibieron la instrucción de parte de quien ellos pensaron que era Dios, para lanzarse al vacío y exponerse al riesgo de grandes pérdidas.
En las historias antiguas tanto como en las modernas, a aquél que se lanzó, le llegaron efectivamente las pérdidas primero y luego las ganancias, o casos hay igualmente en que llegaron primero las ganancias y luego las pérdidas o bien, una secuencia alocada de unas y otras. Al que no se lanzó, no le llegó nada y se quedó igual que como estaba. Lo sorprendente es que invariablemente e independientemente de la época, el final de la historia del que se lanzó creyendo, fue final feliz y para el que se quedó dudando, el final es amargo y pantanoso. Así que pensé, de verdad a Dios le gusta el riesgo.
Luego escuchando a los estudiantes de postgrado de la universidad, hablar de sus historias y de sus logros, de sus pruebas y sus conquistas, con la premisa que ocupa este ensayo como telón de fondo, me di cuenta que en la mayoría de los casos, el hilo conductor del crecimiento por épocas para ellos como personas, se dio cuando estaban expuestos al riesgo de grandes pérdidas, ya sea porque cambiaban de carrera, de novio(a) o de ciudad, ya sea porque la enfermedad les hizo repensar toda su estrategia hacia la vida o porque la falta de un ser querido cambió de pronto el paradigma vital.
Pero entonces vamos a decir que las decisiones de los capitanes corporativos son espirituales en su mayor parte? Claro que no, pero la noción fundamental de que las cosas irán bien siempre –o su versión espiritual de que “todo es para bien”-, es un requisito para el jefe positivo, el que es capaz de lanzarse al vacío a una empresa rodeada por la incertidumbre, el que puede dirigir sus esfuerzos pensando siempre hacia más y no hacia menos.
Pero entonces claro, surge la pregunta inevitable: lanzarse al vacío sin pensar? Sin analizar ni ponderar? Claro que no, nunca sin analizar, y lanzarse al vacío sólo en aquello que es el core de nuestro negocio; pero todo aquello que no es de nuestro dominio, asegurarlo según las reglas de prudencia y de gestión de riesgos sobre las que tanto hemos aprendido desde que nació la póliza de seguro hace cuatro siglos. Todo lo imprudente quitarlo, usando seguros, controles, derivados, gestión de riesgos, manejo de la deuda, etc., pero todo lo que lleva a crecer, todo lo que refuerza el epicentro de nuestro negocio, aún rodeado de incertidumbre, abrazarlo, aunque no sin medidas precautorias y mecanismos de salida.